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En el siglo XVI, los retablos eran elementos esenciales en las iglesias y capillas, no solo como objetos de devoción, sino también como herramientas pedagógicas para la enseñanza religiosa. Su función principal era servir de soporte visual para la narración de la vida de Cristo, la Virgen y los santos, facilitando la comprensión de los fieles en un contexto en el que la mayoría de la población era analfabeta.
Desde el punto de vista estructural, los retablos seguían un esquema jerárquico y simétrico, con una organización en cuerpos (niveles horizontales) y calles (divisiones verticales). En el centro se situaba la imagen o escena principal, flanqueada por representaciones secundarias en las calles laterales, como vemos en el retablo de la capilla privada del Palacio Episcopal.
Los materiales y técnicas empleados variaban según la región y el presupuesto disponible. Mientras que en los grandes centros artísticos de Castilla y Andalucía predominaban los retablos de madera dorada y tallada, en otras zonas se optaba por estructuras más sencillas con pinturas sobre tabla, como es el caso del retablo del Palacio Episcopal de Segovia.
El siglo XVI marcó un momento de transición en la evolución del retablo. El estilo gótico, caracterizado por estructuras verticales y compartimentadas, dio paso a una organización más unitaria e integrada dentro del nuevo lenguaje renacentista, con un mayor énfasis en la perspectiva y la monumentalidad de las figuras, como vemos en nuestro retablo
El retablo de la capilla del Palacio Episcopal de Segovia es una pieza singular dentro del patrimonio artístico de la ciudad. Conservado actualmente en la capilla del propio palacio, este conjunto pictórico destaca tanto por su organización formal como por las particularidades de su iconografía. Aunque su procedencia exacta no está plenamente documentada, se cree que pudo pertenecer originalmente a la iglesia de San Marcos de Segovia, antes de ser trasladado a su ubicación actual.
El retablo responde a la estructura habitual del periodo, organizado en cuerpos horizontales y calles verticales, según el modelo que sustituyó progresivamente al gótico en el siglo XVI. Está compuesto por seis tablas pictóricas, de las cuales cinco presentan una notable unidad estilística, mientras que la sexta, situada en el segundo cuerpo de la calle central, se considera una incorporación anterior, aunque guarda cierta coherencia con el resto del conjunto.
Su instalación en el Palacio Episcopal tuvo lugar tras su participación en la Exposición Diocesana de Arte de 1921, momento en el que se incorporó el escudo del obispo Manuel de Castro, que actualmente rematan el conjunto. Esta intervención dotó al retablo de un carácter institucional acorde con su nuevo emplazamiento. El retablo fue citado por primera vez como parte del patrimonio del edificio en el Inventario de Palacio de 1928.
Esta obra constituye un testimonio valioso del arte religioso producido en los talleres locales segovianos, en un momento de transición entre la tradición gótica y las nuevas influencias del Renacimiento.
El taller de Diego de Aguilar fue uno de los más activos en la diócesis de Segovia durante la segunda mitad del siglo XVI. Su actividad artística está documentada entre 1567 y 1584, siendo 1575 su año de mayor producción, según apuntan las investigaciones de Fernando Collar de Cáceres. En 1572 figura como vecino de la parroquia de la Trinidad, donde probablemente fue enterrado tras su fallecimiento en torno a 1585.
Es importante no confundir a este artista con otro homónimo natural de Toledo, también llamado Diego de Aguilar, cuya trayectoria artística se desarrolla en un ámbito geográfico y estilístico diferente.
Tras la muerte del pintor, su viuda Brígida de Villanueva se hizo cargo del taller para gestionar los encargos aún pendientes. En este contexto, se documenta la cesión de licencias y contratos a otros artistas, como en el caso del tabernáculo para la iglesia de San Andrés de Cuéllar, que fue finalmente ejecutado por Gabriel de Sosa y Juan del Río.
El estilo de Aguilar evoluciona desde un manierismo moderado hacia un cierto naturalismo monumental, aunque con resultados desiguales debido, en parte, a la participación de colaboradores que trabajaban a destajo en su taller, como Pedro de Ybarguren (1573) y Manuel de Salazar (1575). Esta dinámica explica la variabilidad en la calidad de las obras que se le atribuyen.
Su producción se nutre de modelos flamencos e italianos, especialmente de grabados de autores como Cornelis Cort, Johann Sadeler o Raimondi, que Aguilar adapta a composiciones más simplificadas, con menor densidad narrativa y esquematización formal.
Esta síntesis compositiva se observa en las cinco tablas originales del retablo renacentista del Palacio Episcopal de Segovia, donde se reduce la iconografía a los elementos imprescindibles para identificar a los personajes representados. Las escenas están dominadas por figuras en primer plano, con escasos fondos o ambientaciones, lo que refuerza el carácter frontal y directo de la composición.
Los temas representados en estas cinco tablas del retablo del Palacio Episcopal de Segovia responden a un programa iconográfico coherente, centrado en figuras y escenas de fuerte carga devocional. Su distribución refuerza el sentido teológico del conjunto, organizado con claridad narrativa y jerarquía visual.
En el cuerpo inferior, las pinturas se disponen de izquierda a derecha de la siguiente manera:
En los registros superiores, se sitúan:
Este planteamiento compositivo guarda notables similitudes con el del retablo mayor de la iglesia de Santiago de Anaya, también atribuido a Diego de Aguilar. En ambos casos se aprecia una clara intención narrativa, con escenas estructuradas en registros bien jerarquizados y figuras dispuestas con una marcada frontalidad. El pintor muestra especial atención a los personajes principales, que se sitúan en primer plano y articulan la lectura visual de cada escena, dejando en segundo término los elementos secundarios. Esta disposición compositiva refuerza la expresividad devocional de las escenas y constituye uno de los rasgos más reconocibles del estilo de Aguilar.
Junto a las cinco tablas atribuidas a Diego de Aguilar, el retablo renacentista del Palacio Episcopal de Segovia incluye una sexta pintura, ubicada en el segundo cuerpo y calle central. Su estilo y ejecución difieren notablemente del resto del conjunto, lo que ha llevado a atribuirla al conocido como Maestro de Valseca, un pintor activo en el entorno segoviano durante el siglo XVI. A continuación, se analizan las características de su pintura y su aportación concreta a este retablo.
El llamado Maestro de Valseca es un pintor activo en el entorno segoviano durante el siglo XVI, cuya obra se ha identificado por sus particulares rasgos técnicos y estilísticos. Su lenguaje pictórico se caracteriza por un dibujo anguloso con figuras de anatomía rígida y cierta tosquedad en los rostros. Los pliegues de los ropajes, a menudo profundos y cortantes, muestran un tratamiento expresivo pero poco naturalista, y el conjunto carece de una atmósfera luminosa integrada.
Su producción revela un eclecticismo técnico que oscila entre el seguimiento de los modelos compositivos del Maestro de los Del Campo y soluciones formales de tono más arcaizante. Esta combinación confiere a sus obras un carácter expresivo y arcaizante, que permite diferenciarlo del resto de la escuela segoviana del periodo. Algunas de sus obras más representativas se conservan en retablos de localidades como Valseca, Frumales o Navares, donde se aprecian también los mismos tipos de figuras, rostros y recursos iconográficos.
Especial mención merece el retablo procedente de Frumales, atribuido a este artista y actualmente conservado en la Catedral de Segovia, concretamente en la capilla de Santiago. Una obra que ofrece una valiosa referencia para contextualizar su estilo dentro del panorama artístico segoviano del siglo XVI.
La pintura atribuida al Maestro de Valseca representa el Bautismo de Cristo y ocupa el eje central del segundo cuerpo del retablo. Se trata de una obra de cronología anterior que destaca por su lenguaje formal más arcaico y por una ejecución muy diferente a la del resto del conjunto.
La escena muestra a Cristo de pie en el río Jordán, con San Juan Bautista arrodillado vertiendo el agua sobre su cabeza, mientras un ángel en la orilla opuesta sostiene sus vestiduras. En la parte superior aparece el Espíritu Santo rodeado por una orla de nubes, y al fondo se desarrolla un paisaje montañoso coronado por una fortaleza.
El tratamiento de las figuras responde al estilo característico del Maestro de Valseca. La cabeza del ángel, por ejemplo, recuerda a los tipos empleados en el Martirio de San Sebastián del retablo de Valseca; mientras que la figura de Cristo guarda similitudes con los modelos presentes en otras composiciones del mismo autor, como la Santa Cena. También se repiten recursos como los nimbos lechosos, las lomas áridas o la peculiar melena flotante de San Juan Bautista.
Pese a su diferencia con las demás tablas, esta pintura no desentona por completo dentro del conjunto. Todo apunta a que fue una obra reaprovechada al componer el actual retablo, lo que permite hoy apreciar en una misma estructura la convivencia de lenguajes artísticos diversos en los talleres pictóricos segovianos de la segunda mitad del siglo XVI.
El retablo renacentista del Palacio Episcopal de Segovia constituye una pieza clave para comprender la evolución de la pintura religiosa del siglo XVI en el ámbito segoviano. Su composición híbrida, que reúne obras de autores distintos como Diego de Aguilar y el Maestro de Valseca, refleja la riqueza y diversidad de los talleres locales en un momento de transición entre el final del Gótico y la consolidación del lenguaje manierista.
A través de sus seis tablas pictóricas, el retablo articula un programa iconográfico de fuerte contenido devocional, organizado con equilibrio formal y una clara intención narrativa. La incorporación de la tabla del Bautismo de Cristo, pese a sus diferencias estilísticas, enriquece la lectura histórica del conjunto y permite observar la convivencia de distintas corrientes artísticas dentro de una misma obra.
Más allá de su valor artístico, este conjunto nos permite acercarnos a las dinámicas de producción, transmisión y reutilización de imágenes en la Segovia del siglo XVI, convirtiéndose en un excelente ejemplo del diálogo entre arte, liturgia e identidad institucional.
Para la elaboración de esta entrada de blog se han utilizado las siguientes publicaciones:
Collar de Cáceres, F. (1989). Pintura en la antigua diócesis de Segovia (1500–1631). Segovia: Diputación Provincial. ISBN 84-867-8923-0.
Collar de Cáceres, F. (2003). “El retablo del Palacio Episcopal”, en Las Edades del Hombre. El árbol de la vida, catálogo de la exposición. Segovia: Fundación Las Edades del Hombre, págs. 133–134.
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Juan de Briviesca (1585-1629) fue un sacerdote conocido por su dedicación a la fe y vida austera. Conocemos muchos detalles de su vida por la obra «Vida del Venerable sacerdote Juan de Briviesca«, escrita por su amigo Luis Vázquez.
Este retrato fue realizado por Jerónimo López Polanco en 1619, cuando Briviesca tenía 34 años. Puede encuadrarse en el barroco temprano español, caracterizado por claroscuros y gran atención al detalle. Aquí se captura tanto la apariencia física como la profundidad espiritual del personaje. El texto inferior fue añadido en 1716 y ofrece una breve biografía del retratado.
Este jarrón de opalina, creado en la segunda mitad del siglo XX, está inspirado en el estilo imperio. Este estilo se originó a principios del siglo XIX durante el reinado de Napoleón Bonaparte y se caracteriza por su grandiosidad y el uso de elementos decorativos clásicos como guirnaldas, coronas de laurel y estrellas, que simbolizan poder y gloria.
Aunque, este jarrón es una creación del siglo XX, emula con precisión la estética y el lujo característicos del estilo imperio original. Con su gemelo, esta pareja refuerza su presencia y simetría en la decoración, aumentando el atractivo visual de la sala donde su colocaran.
Esta lámpara de petróleo es una muestra representativa de la artesanía española del primer tercio del siglo XX, un periodo en el que la iluminación con petróleo todavía era común antes de la generalización de la electricidad en todos los hogares. Las lámparas de petróleo no solo eran objetos utilitarios, sino también piezas decorativas que reflejaban el estilo y la elegancia de la época.
Los detalles ornamentales reflejan las influencias estilísticas de la época, posiblemente el Art Nouveau o el Historicismo, estilos que prevalecieron en las artes decorativas del periodo.
Esta obra textil recrea el tríptico de Pedro Pablo Rubens, La Elevación de la Cruz, conservado en la Catedral de Nuestra Señora en Bruselas. El tapiz aprovecha el formato tríptico para representar un momento clave de la Pasión de Cristo, capturando fielmente la esencia emocional y artística de la pintura de Rubens.
Jean-Baptiste Vermillion, conocido también como De Lana, destacó como un tejedor relevante en Bruselas durante el siglo XVIII. Tras tomar el control del taller de Jeroen Le Clerc en 1722, obtuvo privilegios significativos que reforzaron su prestigio dentro del ámbito textil. Fue nombrado decano de su gremio en 1726, y su influencia se mantuvo a lo largo de los años, a pesar de cerrar su taller en Bruselas en 1732 y sus intentos posteriores de establecer otro en Huy hasta 1741.
Copia del cuadro «La Virgen y el Niño en el paisaje vespertino» de Tiziano. El original fue pintado en Venecia entre 1550 y 1560 por orden del rey Felipe II. Estuvo mucho tiempo conservado en la sacristía del Escorial . Actualmente se exhibe en la galería Alte Pinakothek de Múnich .
La composición recuerda a las composiciones de Raffaello, pero el paisaje tranquilo y el cielo son típico de la pintura veneciana. Un estilo que también influirá a El Greco. Se trata de una de las obras más directas y cautivadoras del último período del pintor.
El cuadro «El Calvario», atribuido a Jan van Scorel y datado en el siglo XVI, es una obra de gran intensidad emocional y detallismo. En esta tabla se representa la crucifixión de Cristo con una composición equilibrada. Las figuras de la Virgen María, María Magdalena y San Juan muestran un meticuloso trabajo en sus vestimentas y expresiones, resaltando la habilidad de Van Scorel en capturar la humanidad del momento. El uso del color y la luz contribuye a enfatizar la solemnidad de la escena, mientras que el fondo enmarca la escena, demostrando la influencia del arte renacentista en esta obra.
La pintura representa la escena del entierro de Cristo, con los personajes dispuestos alrededor de su cuerpo en un momento de profundo dolor y reverencia. Destacan las expresiones faciales y los gestos de los personajes, así como el meticuloso trabajo en las vestimentas. El uso del color y la luz resalta el dramatismo de la escena, mientras que el fondo con elementos arquitectónicos y naturales enmarca la composición con gran precisión, demostrando la maestría del autor anónimo.
El Maestro de los Claveles, recibe su nombre por la flor que suele estar presente en sus obras. Vinculado al taller del Maestro de Ávila, sus tablas son ejemplos de la síntesis hispanoflamenca del siglo XV en Castilla, caracterizadas por el horror vacui, el detallismo de los brocados, y fondos con castillos y escenas urbanas. En su obra destaca la técnica cuidada y el dibujo preciso.
La predela es una sección horizontal que se ubica en la parte inferior de un retablo. Habitualmente se encuentra dividida en cajas o «casamentos»; y se utiliza para complementar las escenas del retablo principal con imágenes de un formato más pequeño.
En esta predela se representa, de izquierda a derecha, a: San Andrés, San Bartolomé, San Pedro, San Pablo, Santiago y San Juan. De este último destaca la iconografía elegida (copa de la que emerge un dragón), la cual fue prohibida por el Concilio de Trento. Un detalle que, no solo confirma la datación de la obra, sino que también resalta su importancia en el registro histórico de la iconografía religiosa.
La Corona de Nuestra Señora de la Fuencisla es un símbolo de la realeza y santidad de la Virgen María. Su uso en imágenes marianas tiene sus raíces en la práctica de coronar figuras sagradas como muestra de veneración. Una tradición que se consolida en la Edad Media y el Renacimiento, cuando se busca resaltar la importancia y el carácter divino de las figuras religiosas. En la actualidad, continúa utilizándose, junto con la del Niño, para adornar a la Virgen durante la Semana Santa en Segovia
La cruz procesional simboliza la redención, el sacrificio de Cristo y su victoria sobre la muerte. . A nivel estructural tiene 3 elementos: vástago, macolla o nudo, y cruz. Puede denominarse también CRUZ ALZADA, que hace referencia a las cruces procesionales que se sujetan con una vara.
Adorno que se coloca alrededor de la cara de las imágenes de la Virgen. El origen del rostrillo se encuentra en el complemento que usaban las mujeres para enmarcar su rostro y tapar el pelo. En el s.XVI se asocia a las viudas. Posteriormente, la escultura religiosa adopta este adorno para mostrar el luto de la Virgen por la muerte de su Hijo.
Esta pieza procede de la iglesia de San Miguel Arcángel (Segovia).
Habitualmente se colocan en el altar, cerca del sagrario o del lugar donde se conserva el Santísimo Sacramento. Su forma de barco en la liturgia católica está motivada por su simbolismo. Representan la Iglesia como una embarcación que guía a los fieles hacia la salvación. Durante la Eucaristía, se utilizan junto con el incensario para quemar incienso, simbolizando la oración ascendiendo al cielo.
Destinada a presidir las ceremonias más importantes y encabeza procesiones, entierros, así como las diversas celebraciones en que participa la comunidad católica. Se inciensa por ser signo de Salvación. Esta pieza posee alma de madera sobre la que se adhieren las chapas de plata, blanca o dorada, mediante clavos. A nivel estructural tiene 3 elementos: vástago, macolla o nudo, y cruz.
Altorrelieve policromado en alabastro datado del siglo XV perteneciente a la escuela inglesa. En él se representa la Asunción de la Virgen. María es elevada al cielo por ángeles, lo que simboliza su santidad y conexión celestial. La posición de sus manos en oración, denota humildad y aceptación de la voluntad divina. La corona enfatizan su realeza y pureza; y la aureola, su santidad y presencia divina.
Capitel del siglo XIII, tallado en piedra caliza y de autoría anónima, que ilustra tres episodios clave del cristianismo. Un hecho que sitúa esta pieza como ejemplo de la narrativa visual medieval y el simbolismo religioso de la época.
Adornado con arpías y aves del paraíso. Las primeras simbolizan la lujuria y los vicios terrenales según la moralidad cristiana medieval.
A nivel iconográfico combina rostro humano, cuerpo de ave, pezuñas de caprino y cola de serpiente. Esta última la diferencia de las sirenas y refleja la influencia de la iconografía clásica. La capucha remite a los infieles, en particular a los musulmanes, en el contexto de las cruzadas.
Se trata de una pieza que testimonia la didáctica visual de la época y que instruía sobre el pecado y la redención.
También conocida como florentina, dantesca o jamuga. Se trata de un asiento plegable de doble tijera, que surge en Italia durante la Baja Edad Media, como resultado de la evolución de la silla de tijera. Sin embargo, esta tipología también es común en otros países europeos. En algunos de ellos fueron asientos de honor hasta el siglo XVII.
Progresivamente pierden importancia en favor de las sillas de brazos, pero durante el siglo XIX y XX vuelven a producirse por considerarse una producción típica española. Este ejemplar imita las originales de época renacentista y posee una gemela en las colecciones del Palacio Episcopal.
El origen de este mueble se sitúa en Francia en el siglo XVIII. Se trata de un armario bajo con puertas al frente y, generalmente, de poco fondo. Su nombre procede de su ubicación más habitual, los paños de pared entre ventanas. Solían producirse en parejas y tuvo gran aceptación durante el siglo XIX.
En el centro de las puertas de este entredós hay dos escenas pintadas sobre sendas placas de porcelana. En ellas se representan arquitecturas de carácter popular. El resto del frente presenta diferentes motivos en bronce dorado a fuego.
Desde el siglo XVII se disponen en la mesa diferentes elementos que progresivamente han adoptado una función meramente decorativa. Entre ellos se encuentran los centros de mesa, el frutero o el conocido como “épergne”. Este último fue introducido desde Francia en el s.XVIII y solía utilizarse para contener cualquier tipo de comida o postre. Las argollas situadas bajo los leones alados de sus extremos podrían indicar que, inicialmente, estaba configurado por otros elementos.
Decorado con arpías y aves del paraíso. Las primeras simbolizan la lujuria y los vicios terrenales en la moralidad cristiana medieval. A nivel iconográfico combinan rostro humano, cuerpo de ave, pezuñas de caprino y cola de serpiente. Este último atributo las diferencia de las sirenas y refleja la influencia de la iconografía clásica. La capucha remite a los infieles, en particular a los musulmanes, en el contexto de las Cruzadas. Se trata de una pieza que testimonia la didáctica visual medieval, que instruía sobre el pecado y la redención.